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Aspectos tenebrosos del sonido

POR MARCO SERNA

   Sordera. Ese habría sido el mejor remedio. No obstante mis imperfecciones fueron otras.
   No todo ruido me es molesto. Por ejemplo la acústica de este aislado lugar, adaptado para mi condición, posee algunos orificios que dejan entrar sonidos como el aire o el andar de los guardias, que tras cierto suspenso devuelven calma y contribuyen a erradicar los enormes intervalos del silencio dibujados con sombras u oscuridad.
    En tanto el sonido no sea perjudicial para mi «padecimiento», puedo mantener cordura puesto que ni la cadena perpetua me atormenta o desespera como el ansia de la combinación armónica derivada de estilos de interpretación viva.

   Nací el 23 de noviembre. Justo después del día de Santa Cecilia. Mamá algo sabía. Porque nunca quiso llevarme a fiestas. El justificante que expresaba, es que «el ruido me hacía mal», en referencia a los tríos de músicos fuereños que amenizaban las fiestas de entonces, mucho antes de la llegaba de la electricidad y de la radio.

   La revelación que dejó escrita a mi tutor, fue que yo había sido hijo de un gran instrumentista. Mamá recomendaba que se me instruyera en el arte de la lectura y tratara de «que no me diera el ruido directo», en referencia al emitido por ensambles musicales, incidiendo en tal advertencia de que siempre se me mantuviera alejado del ambiente melódico directo.
   Mamá también me dejó un libro de teoría musical con la firma de papá, en donde se hace alusión a que el ritmo es una virtud que no todos poseen… “ni siquiera algunos músicos», se alcanza a leer junto al prefacio, «aunque reconocer debilidades propias es también gran cualidad», se agrega.

   Entre libros y paredes trato de entender mis achaques. Esto me ha llevado al estudio de una amplitud de elementos, métodos y desenvolvimientos escénicos de grandes piezas y artistas. Gracias a la radio –que también me es permitida en prisión–, analizo cada estilo, rudimentos y esquemas armónicos y melódicos; pero en sí el proceso interno que concita mi desarrollo ante la realidad es un misterio que también examinan eruditos en trastornos mentales, quienes con frecuencia abren la reja para someterme a análisis. Son los resultados contradichos por ellos mismos, lo que ha de significarles reto ante lo considerado un señero episodio.

   El jueves proseguimos con el psicoanálisis. Luego de una explicación detallada y profunda de mis primeros años de vida, concluimos que la afectación no pudo provenir de sonidos placenteros que por el contrario, me estimulan e incluso resuelven cualquier malestar físico. Sobre el tema, recordé el ruido que producen elementos que marcan patrones naturales en el planeta. Es relajante la propagación de ondas mecánicas que tienen origen desde el fuego y del viento o el ruido que emana por especies vegetales adheridas a la tierra en el instante que se balancean de un lado a otro mientras el aire las mece.

   Así transcurría el desglose platicado sobre aquellas bases fisiológicas, siendo la principal intención de profesionistas que tomaban escritos, conocer el episodio en que sentí el primer despertar de emociones.

   De lo que recuerdo es que tendría algunos 19 años —mamá había cumplido dos años de fallecida—, cuando encontré tirado un papel sobre la vía pública. Anunciaba un evento en lo alto del cerro, junto a la capilla.
En la fecha marcada llegaron gentes de otros lugares, hombres y mujeres vestidos de forma extraña. Mi tutor enfrentaba un fuerte cuadro gripal, y luego de recostarlo, desatendí sus recomendaciones y me encaminé al evento.

   Era novedoso mirar a personas de otros países invadiendo calles que en mayoría se notan siempre solas. Al parecer la instalación de un escenario junto a un templo católico, daba muestras de que el gobierno comenzaba a ser tolerante con el sector rebelde, e incluía eventos distintos a los acostumbrados, que en su mayoría eran para gente adulta —que en la actualidad ha fallecido—, pero que entonces gustaba por utilizar rebozos y escapularios.

   Emprendí la marcha entre veredas laterales. Ahí estaba un tapanco y el número estaba por comenzar, momento en que me miré rodeado por la caterva.
   Las ovaciones eran dirigidas a una persona que estaba sentada frente a cinco piezas de madera y estructuras metálicas. Con un par de pedazos también de madera, de algunos 30 centímetros de longitud, el hombre golpeó tres veces y al cuarto tiempo comenzó la gritadera. Tres personas subieron y se acomodaron delante. Colgaban de sus hombros igual número de pedazos de madera con cuerdas, vinculadas con cables a cuadros y rectángulos que producían poderosos sonidos. Un hombre cantaba, articulando frases al menos para mí ininteligibles.
   Encima del tapanco los músicos empezaron a convulsionarse sin soltar sus instrumentos. Al fin en vivo pude escuchar algo distinto a la programación de la radio.
   Eran poderosos acordes y sonidos percusivos con rápidas ejecuciones de aquellos que cargaban a la altura de sus estómagos las cajas compactas con cuerdas, un espectáculo ajeno para estos lugares.

   Voltee para mirar a toda la gente brincando y empujándose entre sí mientras soltaban berridos.
   Entonces pude colarme para ponerme encima del tablado y admirar el panorama. Me ganó el sentimiento derivado de la belleza de esos seres tatuados, con cortes de pelo extravagantes, vestidos en piel y con botas batiéndose a golpes. La hermosura de esos personajes, lanzándose entre sí en busca del sangrado facial, me condujo a una tranquilidad angelical extrema. Mientras seguía enfocado, realicé un paralelo del acto público para considerarlo como un idilio sin falsedad y entre el «tempo presto» me perdí en un trance que concluyó hasta el final de la coda durante la última entrada. Seguidamente me dí cuenta de que el acto había concluido.                

   Ahí estaban los sangrantes y sudorosos personajes, abrazados e intercambiando saludos. Mientras se despedían no pude restringir el lagrimeo de la propia exaltación y regresé a casa. 

   Por algunos años, no volvieron a esta tierra intérpretes de ningún tipo. En cambio yo irradiaba aquella tranquilidad absoluta que se extendía cuando al despertar rememoraba el concierto.

   El descubrimiento ante una alteración mayor de mis instintos vino en ese tiempo en que abrió la única pulquería. A mis 26 años estaba aburrido de las faenas cotidianas, que decidí probar cualquier producto de los que ahí ofrecían. Mi tutor había muerto, y entre sus últimas recomendaciones alcanzó a emitir una sentencia que rezaba, «ten cuidado con tu problema». No comprendí el contenido del apercibimiento.

   Junto con ese pensar iba en el segundo tarro y al cabo de un rato llegaron dos personas al expendio de pulque. Me acuerdo que ambas utilizaban sombrero y se acompañaban de dos instrumentos. Uno rectangular con botones en los costados y un fuelle central, con cuyas correas era sostenido a la altura del pecho. El otro individuo traía consigo un instrumento de madera con 12 metales alargados y agrupados en pares, que según me diría luego el intérprete, correspondían a notas como mi, la, re, sol, do y fa.

   Este dueto comenzó a desarrollar lo que estaba de moda en la radio, y que yo tampoco había experimentado en vivo. La actuación narraba historietas trágicas, que al parecer eran conocidas en este pueblo y alrededores. Referían vivencias de personajes, movilizaciones armadas, criticaban a presidentes municipales, citaban decepciones de amoríos, traiciones o situaciones de celos en extremo, armamento y drogas.

   Contrario al primer acercamiento, con este tipo de sonidos mancomunados de repente me miré rodeado de 6 hombres. Me tenían sostenido. Al entrar en mí, explicaron que a la segunda interpretación le arrebaté la pistola a uno, empecé a gritar de forma alocada, rompí todo recipiente que estaba encima de la barra, y amenacé con disparar hacia el cantinero. No habían hallado el modo para detenerme, sino es que yo mismo me tranquilicé hasta que los músicos pararon de tocar. Me miré superado en fuerza, alterado y desubicado en tiempo y lugar.
   «El cuerpo me dolía más que la cabeza, y caminé hacia la casa, donde hallé distracción en la lectura», relaté a mis analistas mientras tomaban dictado.

   La próxima sesión que relato se ha vuelto repetitiva. Los profesionales en mentes, insisten en que que pronuncie catarsis una y otra vez.
   Los hechos no han dejado se comentarse aún y según me explican, causan gran malestar incluso entre la población penitenciaria.

   Me encontraba tendiendo la ropa como a eso de las 5:00 PM. Era un día sábado, cuando el aire trajo consigo aquél sonido armonioso que mis oídos distinguieron una distancia de algunos 2 kilómetros.
   Encima del ritmo y de la instrumentación destacaba un canto femenil, elegante que me invitó a la admiración y acercamiento ante otro estilo que jamás había presenciado ni escuchado.

   Era la boda del hijo del hacendado, y tal cuadro era perfecto para mezclarme entre la asistencia y perderme entre el banquete y la bebida. Ante personas desconocidas aproveché la organización sonora para el desahogo de mis preocupaciones. Saqué a flote mis temores, opresiones y deseos en un ambiente alterado por pronunciaciones alejadas de carencias.
   Los invitados destacaban sus fortunas, se ensoberbecían mientras soltaban perotatas de poder político y económico del entorno, pláticas a las que pude adaptarme gracias las destrezas culturales que la lectura me dio.

   No necesité estar borracho para apreciar a profundidad aquellos compases y ritmo firme, bien marcado por percusiones que llevaban por encima instrumentos de viento y cuerda, ejecutados por un cuarteto que incorporaba a una mujer como vocal.

   Las canciones daban paso a la admiración de sentimientos débiles y fuertes, cuando perdí la sensación de tranquilidad. Con furia admiré el tacto de aquellos recitalistas, recorriendo el cuerpo de cada instrumento de un costado a otro, dejando escapar progresiones de acordes en referencia a modos jónicos, lídicos y mixolidios para caer en reposos.

   Los intérpretes buscaban las rutas encaminadas a la improvisación con fondos mayores, aumentados y disminuidos, mientras mi cabeza explotaba una y otra vez, liberando químicos que desencadenaban confusión, melancolía, desvelo y revolvimiento de estómago, pero la locura se expandió cuando luego de un breve solo improvisado de ocho compases entró el canto de la mujer con camuflaje de poesía, sin duda un lenguaje que jamás encontraría pronunciación entre el vulgo; después me ahogó el embeleso.

   Mi proclamación de inculpabilidad queda sin efecto, pero mi narrativa me ha salvado de la pena capital. Los señalamientos sobre mi persona no pudieron pasar desapercibidos para quienes presenciaron mis acciones. Evidencias en videos y relatos de testigos prueban que me dirigí hacia un adulto que tenía en hombros a una niña. Ahora sé su edad: 4 años.

   El padre la había llevado a disfrutar del festejo y la menor imitaba la gesticulación de la cantante.
   En el video se aprecia que le arrebato a la pequeña, la tiro en suelo empedrado y comienzo a brincar sobre su cabeza.
   Lo demás no es necesario describirlo. Basta recordar que enfrento cadena perpetua y que decenas de policías me salvaron de que fuera masacrado.

   Hoy los hechos principales se han vuelto secundarios. Tanto el psiquiatra como el psicólogo me han propuesto que colabore con los estudios. Si lograran conocer la raíz de mis alteraciones podrían detener grandes males relacionados con suicidios, tragedias, gula, promiscuidad y adicciones. Así me lo han asegurado.
   Me siento tranquilo. Este domingo la fase de experimentación la realizaremos durante el show de una orquesta cubana que amenizará en la posada penitenciaria.

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