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Disquisición sobre las canicas

Esteban Martínez Sifuentes
Son esféricas como el mundo y ruedan desde que existen niños. Primero fueron piedras de río, luego barro cocido, mármol, vidrio. Era pasmoso ver encerrados en éste suspiros de color que semejaban alas, plumas, eternizados girones de ola, de nube o de humo. ¿Cómo los habrían metido ahí?
Las piedras rodantes se han estancado. Ahora dicen que dan buena suerte (es una estrategia comercial para algo bonito que no tiene utilidad práctica pregonar que es de buena suerte) y se usan para rellenar ceniceros, peceras, copones. Son decorativas, casi la negación de su ser esférico y su prosapia eminentemente lúdica, móvil, predispuesta al choque.
Hasta hace poco servían para que los niños jugaran, y se podían pasar horas haciéndolo. Existían infinidad de juegos y suertes, la mayoría de las cuales se efectuaban arrodillado o sentado en la tierra. Afinando la mira, torciendo adecuadamente la muñeca apoyada en el suelo e imprimiendo el efecto y la energía requeridas a los dedos índice y pulgar, había quienes le pegaban a otra canica desde tres metros de distancia o más, según si el suelo estaba parejo o no. El piso era al mismo tiempo pantalla y consola de juegos, y sin consumir electricidad. Eso sí, los padres gastaban en pantalones para el chamaco una barbaridad.
Ahora las venden en costalitos de 20 o 50 unidades, algo así. Antes se compraban de una, de dos, según el dinero disponible, en papelerías y tiendas de barrio.
Por el precio de una de vidrio podían adquirirse cinco de barro; servían para abultar el bolsillo y baladronear sobre las ganancias; en el campo de batalla se rompían con facilidad. Las otras se cascaban pero eran casi indestructibles. Las canicas eran ábacos en movimiento para aprender a resolver problemas mucho más que aritméticos para la adultez.

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